Opinión.

El bloc de notas, el bolígrafo, la máquina de escribir, la cámara de fotos, el teléfono fijo
y, en su momento, la grabadora, fueron los fieles
servidores que me acompañaron durante mis más de tres décadas de
intensa experiencia periodística. Pero, por el momento, me resisto a
comprar un Smartphone para hacer selfies
a todas horas, enviar whatsapps o twitters a diestro y siniestro y
engancharme a Instagram y demás cacharros digitales. Mi amigo (“El
Cínico”) se hacía cruces y no comprendía cómo, en plena era de la
comunicación global, aún no disfrutaba de herramientas,
a su juicio, “tan esenciales”. Para justificar mi rareza, le comentaba
que un servidor se negaba “a parecer un zombi, de esos que están a todas
horas pegados al móvil”.
A
mi amigo le aclaraba que no estoy en contra de las nuevas tecnologías
propiamente dichas, sino que soy partidario de un uso racional de las
mismas. Y le confesaba que lo que más me preocupa es el ‘efecto
adormidera’ que éstas están provocando en una buena parte de la
sociedad, ya que tengo la percepción de que todo dios es esclavo de las
redes sociales. En la calle, en los restaurantes, en las reuniones
familiares y en todas partes el personal es prisionero
de estos juguetitos. Y, para acabarlo de adobar, ya están aquí los
semáforos para los adictos callejeros a los móviles. “Para hablar con
Dios, no necesitas el móvil”, era el cartel que rezaba en la puerta de
una ermita extremeña que visité hace años. ¡Santo
consejo! Manuel Dobaño (Periodista). También puede leer este artículo en El Baix al día.